La escena se desarrolla en un espacio indefinido, ciñéndonos a
los datos de los sentidos estaríamos seguros que es luz, es una iluminación
cegadora, parece como si los fotones se hubieran acumulado en un espacio y a un
mismo tiempo.
En este espacio, en esta ausencia, en este marco escénico en
definitiva, aparece un personaje que no persona, con vestimentas que recuerdan
a las de un arlequín, un joker quizás, con una única expresión casi burlesca o
forzada producto del atributo diferenciador de los payasos de circo, esta
sonrisa a caballo entre la exaltación del buen humor y la más decadente de las
artimañas de las apariencias artísticas, este bufón sin expresión natural está
sentado con la cabeza sobre sus manos reflexionando, sumergido entretejiendo un
pensamiento… que no le lleva a otro lado que al reflejo del espejo de detrás de
sí. Su mirada en un principio es de reconocimiento tempranero, para que de
inmediato, como si fuese su reflejo el análogo de reflexión ésta entra en
profundidad paulatinamente, parece ser que contempla la inmensidad, que camina
hacia los abismos del alma, de la conciencia, que se eleva exponencialmente
camino de la infinitud del ser, llegando como afluente de un río, éste del mar,
en fin como el ciclo hidráulico de la naturaleza, éste se hace comprender a sí,
se da cuenta de sí.
Tras el gran descubrimiento éste se vuelve y lanza unos dados, y
se da a la pintura, se pone a pintar y pintar, a crear, a mostrarse en su obra,
a cabalgar en su creación, a dejar su huella en la dialéctica del arte;cuando
a fulminado su proyecto se retira con dos pasos y vuelve a contemplar
omnipotente su creación, su obra, su huella.
Nuestro personaje, como ese hijo único que acaba de jugar a su juguete,
vuelve a sentarse y a dedicarse a su reflexión contemplando un metrónomo, para
dejarse ver su obra a través del reflejo del espejo, y allí aparece, desde allí
se participa de su obra, allí está, allí es una ecuación indeterminada