Igual que en la
paleta de colores que llena los planos compositivos de este trabajo, nos habita
un mundo de contrastes. Los rojizos cálidos, magenta, son los tonos de la
carne, el cuerpo, la sangre. El turquesa amarillento, cian pálido, viste a esa
materialidad de opacidad voluminosa y presente.
La
representación expresiva y rústica del ser que ocupa el centro de la escena, es
rotunda y a la vez no significa nada. Lo que importa, lo que nos interpela, es
aquello que está debajo de lo visible. A través de la emoción, lo íntimo se
manifiesta en el exterior para ser comunicado. Somos un todo dividido en
unidades que buscan hacer contacto entre sí en forma constante. El plano de lo
humano encuentra en esa interacción un sosiego a su yermo, un destino para el
alma que vaga sin rumbo fijo. Se trata de un ejercicio extravertido e
introspectivo, porque ambas direcciones son un movimiento de la misma
naturaleza del existir.
Como en capas
de una cebolla, nuestro ser está cubierto por una determinada corporalidad, un
rostro, un nombre, una serie de preferencias basadas en elecciones, un conjunto
de apegos que conforman la identidad. Y bajo todos esos velos, se halla un ente
independiente de esos elementos. Eso es quizá lo que escondemos, tanto en
proyección hacia el exterior como hacia nosotros mismos. Una vulnerabilidad
inconsolable, pero a la vez también una fortaleza de magnitudes que
desconocidas. Paradójicamente, eso que escondemos se transforma así en lo más
visible, aquello que somos más allá de lo que aparentamos. Lo que nos iguala al
margen de cualquier diferencia, y lo que nos distingue pese a toda similitud.
La parábola de lo oculto y lo revelado se vuelve sucesión infinita,
indescifrable y vivaz.